Una copa oscura, si la tomas, te bebe. Hace algún tiempo, antes de éste otoño, una jovencita de peculiar aspecto y tiernas maneras falleció. Bebió de una copa de anticongelante para autos. Esto ocurrió en Ushuaia, una aldea pseudo industrial en una isla fría. Una Cuba de hielo, sin Fidel ni comunismo. Sin cubanos enojados con Fidel, sin Habana ni Heminguay ni nada. Una Cuba gélida y turística, sin Compay Ferrer y sin Club social Buenavista. Una Cuba sin negras de estilizado abdomen, sin cuba. El Cabo de Hornos es un estrecho temperamental, cuando el mar está bravo, no importa si sos de la flota ballenera japonesa o el Comandante Irizar, sus brazos de vidrio helado se pegan a tu acero y te presionan contra su pecho salado y filoso, como una Boa Constrictor. Porque la superficie del estrecho, en otoño, luce como la piel de un reptil azul e imposible; a veces calmo, pero siempre escamoso, con furia latente. Reprimida. En la punta norte de la isla fría y triangular, el Cabo Vírgenes no conoce al otro, al negro y profundo. En Vírgenes se oye un seseo constante y cuidado, y a pocos kilómetros de allí, en el país vecino, las minas antipersonales aún duermen a centímetros del pasto seco, amarillo. Esperan ser despertadas. De chico corría entre el pasto seco y duro. Esperábamos la balsa para cruzar a la otra orilla, no tan fría, por cierto. Un plato volador me clavó su canto en la canilla. No me detuvo, por eso caí y me raspé las rodillas contra el ripio. Cuando uno es chico no siente el dolor, sólo cuida que no se pegue tierra en la sangre de los raspones. Todavía en el suelo, con las puntas de no sé qué yuyo muerto pinchándome las piernas desnudas, clavé las yemas en las coyunturas, entre el metal y la arena dura. Escarbé y di con él. Un disco gordo, oxidado. Un plato volador. Cualquier cosa plana y circular sirve de frisbee.
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