Money
Que estúpido pensar que puedo vivir sin dinero. Que ingenuidad. Estoy parado en medio de mi departamento, son las once menos cinco de la mañana. No pensaba visitar a nadie. Recuerdo que un conocido me debe un BigMac de una mano de póker. También recuerdo que a ese desconocido le debo dos pesos. En monedas, porque así es como jugamos. Y así son nuestras deudas: dos pesos en monedas de uno, un BigMac, una cena con vino (uno de medio pelo, Trapiche, Graffigna, Gato Negro Sauvignon), algún servicio, como la limpieza del baño y tópicos de mundana similitud. Trivialidades domesticas de rutinaria y pesada gestión.
He dicho que no pensaba visitar a nadie. Accidente conceptual. La correcta enunciación sería: se suponía que hoy debía cobrar la liquidación final de un empleo al que ya hace algún tiempo renuncié y, no teniendo un miserable peso, habiendo pospuesto la anterior posibilidad de cobro, luego de requisar por completo el lugar donde vivo (leasé: busqué alguna moneda olvidada en los bolsillos de todo; levanté las fundas de toda cosa que tenga pliegues donde pueda quedar atrapada alguna, quité la puertíta metálica del lavarropas para sacar el filtro de mugre, pelusas y asco para dar con ese penique perdido y oxidado), sólo entonces digo "no pensaba visitar a nadie". Cambio de planes. Se me ocurre caer en la casa de un amigo que vive a cinco cuadras y, sé, aún duerme. Me invade la idea romántica e invesil de despertarlo y desayunar juntos. La tibieza de aquella evocación es efímera. Parpadeo. Sigo parado en medio del departamento. Miro la cama y el acolchado enredado en las sábanas formando chorizos enroscados; son muslos blancos y porcelanos, muslos abiertos y fríos de mina regordeta. Una blancura transparente, láctea.
Es temprano, pienso. Miro la cama, los muslos y el frío; es tarde. Vivo una dicotomía. Vuelvo a la cama -digo a mis adentros-, y se me eriza la piel de las rodillas. Es demasiado tarde para volver, ya está fría. En alguna parte del cerebro guardo el registro sensorial del roce entre las sábanas heladas y mis piernas. Es tan jodidamente nítido que estando de pié en medio del parqué, ya vestido, recreo la vuelta a la cama y se me pone la piel de gallina. Y siento el impulso de patear a la gorda aria de los muslos gélidos y lechosos que habita mi lecho cuando ya es demasiado tarde para volver a él. Un escozor, como una quemadura helada.
Voy a llamar al conocido del BigMac. Hago cálculos monetarios. Pienso que nunca llegué tan bajo y se me escapa una risotada gruesa y burda; un tosido. Planeo toda la conversación telefónica con el deudor. Calculo que un Combo BigMac, en su máxima expresión, equivale a casi nueve pesos. Casi nueve pesos son casi diez pesos y Belgrano, estático y marrón me saluda desde algún lugar y me guiña un ojo. Reflexiono. Una cantidad de dinero en monedas es una cifra monetaria sin identidad, anónima; pero esa misma cifra en papel moneda es un Belgrano, un Rosas, un Mitre, un San Martín... Un San Martín. Me pregunto si este desconocido que me está debiendo un BigMac y al que yo debo dos pesos en monedas de uno aceptaría darme el equivalente a un BigMac menos mi deuda, que suma, aproximadamente, siete pesos. Belgrano me saluda otra vez desde allá, pero ahora agita una mano en el aire con vehemencia. Creo que está en una playa. Parece Las Grutas. Hay gaviotas. Se me ocurre que Belgrano podría estar saludándome desde un basural. Desecho la idea. Soy capaz de negociar y lucubrar los giros de la otra parte a priori, pero me figuro haciendolo y siento pena por mí. O por alguien. Es extraño, me invade lentamente un sentimiento de pena, mas no tengo claro qué la genera. Pienso en Belgrano y el basural... A ellos se la adjudico.
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