Columna de Segundo Iriarte (ó cómo se ve todo desde arriba)
Una Luna Rota.
Un dedo obtuso me señaló, volteé para mirar y estaban todos. Todos. En mi cuadernillo no figuraba la dirección del sujeto al que buscaba. Caminé, errante, hasta el atardecer; el crepúsculo me encontró antes de que yo pudiera encontrar a nadie. El crepúsculo me encontró tratando de adivinar, ya casi en la oscuridad, el calzón elástico que dibujaba el límite de las piernas porcelanas de un maniquí. El estampado de esa prenda ejercía un efecto hipnótico en mi retina, y se mantuvo alojado en el fondo de mis ojos hasta algún tiempo después de ausentada la motivación. Caminé. Caminé. Caminé. Caminé hasta que mi pié izquierdo dio con un clavo áspero e inesperado. Pocos clavos picaron tanto como aquel, que dejó el calor molesto de un sol picante. Desprender al metálico inquilino costó sólo el dolor seco y helado que produjo al salir. Es cómico y fue, [en cuanto que la pena física me lo permitió], bello, dar con un sutil regalo. ¿Obsequio?, No. Pagué por él; o por ella. Cuando el clavo se abrió paso en mi carne, lo hizo a través de un diminuto orificio que él mismo escarbó. Y dejó, al salir, una herida circular de la que broto algo de sangre, que inmediatamente ocupó ese agujero. Una mancha de tinta roja. Una luna rota.
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