A veces, la existencia que uno lleva dista mucho de lo que en realidad se hace. Ésta dicotomía palabra-acción se vuelve insostenible en poco tiempo.
Lengua y hecho no siempre son equidistantes. A hecho, por momentos, le lleva mucho tiempo alcanzar a lengua. Una buena acción tapa a una mala acción; este es el concepto de reivindicación de un individuo, empequeñecido por su cuestionable obrar, delante de sus semejantes, del resto de la comunidad; de quienes depositaron en él, alguna cuota de confianza. Son pocos los que indagan en la naturaleza intrínseca y en el nacimiento de estos episodios, porque, como se sabe, las mentiras no crecen en los árboles, no no no. No son frutas que uno corta del árbol de un vecino así nomás, al pasar. Son, más bien, como un hijo que uno cría, y que crece, se desarrolla, y cada vez requiere más atención y cuidado. Pero a diferencia de un niño sano y normal, las mentiras no llegan a adultas. Ni siquiera a su pubertad. A los cuatro o cinco años detienen su desarrollo y permanecen en esa edad. Eternos, malditos infantes. Se interrumpe su crecimiento, pero siempre necesita atención y cuidado exhaustivo. Un niño de cinco años, que simplemente continua con esa edad por siempre, requiere de muchísimos cuidados y precauciones. Y es, además, un chiquito cuya intención natural de crecimiento prevalece, aunque su cuerpo se lo impida. Es un hijo deforme y horroroso cuya fealdad uno quiere ocultar a sus amigos, incluso a su familia, y lo maquilla y disfraza para llevar de un lado al otro y zamparlo delante de los demás y que pase inadvertido, por su camuflaje. Para que se parezca a los otros niños.
Este hijo malformado e idiota es conciente de que su padre lo odia por feo, y se siente bastardo. Por ser una construcción cuyo andamiaje flojo ya se ha llevado demasiados albañiles. Hijito horrible, tu cara asimétrica e inflamada se hincha y deforma cual globo barato. Tu padre tonto, insignificante, pretende que seas algo que no sos. ¿Verdad?. El odio del padre no tarda en ser retribuido por su el de su vástago, crecido también en el odio. Y ya de fealdad imperdonable. Y sicótico.
Es bien sabido que el no-amor desvía el crecimiento natural y normal de los chiquitos. Eventualmente, devienen en monstruos viscosos, babosos y horripilantes que terminan viviendo en el desván. Solos y hambrientos.
Finalmente, (y naturalmente), el hijo mata al padre.
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