Para ir al trabajo, marchas militares;
son el tipo de disciplina en esa hora.
Te dejan listo para invadir un pais,
o jugar al bridge con un cliente ansioso,
un martes a las diez de la mañana.
Ese empujoncito inicial, de violines
trompetas, platillos, trombón y redoblantes
prepara al cuerpo para la sobredosis
inminente de cafeína necesaria para despertar
al empleado ateo que hay en mí;
persuadirlo en la mala religión
de un empleo de mierda, absolutamente
menos heroico prescindible e indescifrable,
en su carencia total de conexión
con el universo misterioso allá afuera.
Cuestionarse en el almuerzo, cada día
la extensión de la jornada, innecesaria,
y reducir a su mínima expresión el total
de rancias horas trabajadas, tomando
tantos descansos como sea prudente;
en pos de sostener el pulso creativo
y los intereses que empleo y empleador
exigen, insistiendo en exprimir e incitando
a matar a mi tan escaso y poco dócil
perfil trabajador, y simplemente huir.
En un pobre esfuerzo de paciencia al límite
y extravangaza, que enrarece el espíritu
lastima las ganas y aniquila la buena voluntad.
Mientras todo esto ocurre, en piloto automático
imposible, en el bardo, dejar de notar:
que lo bueno en mí el empleo mata, y
presentarse a trabajar, la más difícil
parte del empleo es, cuando desde los confines
de la estupidez homínida, bajan las órdenes
sin cabeza ni pies, de absurdo y fútil encanto.
Buscar oro, es un trabajo peligroso,
pescar cangrejos en el ártico,
cazar tornados y encantar serpientes, también.
Pero éste en particular, despierta el instinto asesino
y afila mis ansias de un modo especial.